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jueves, 25 de octubre de 2012
El nombre de dios..---1
Todo lo que escapa a la actualidad de nuestro conocimiento, permanece como inexistente al no poder nombrarlo. Nombrar es, pues, dar existencia inteligible a las cosas rescatando de ellas su identidad, su cualidad y su sentido universal. A esta facultad exclusiva del hombre siempre se la ha considerado como un legado divino vinculado a la intuición espiritual; no en vano es el propio Jehovah (YHVH) en el relato del Génesis, quien otorga a Adán el poder de nombrar todas las cosas, o sea el de atribuir función y destino a todos los seres y elementos de este mundo en relación a su naturaleza esencial.
Y si bien el propio mundo y la realidad nos preexisten, es en tanto posibilidad indefinida de descubrirlos, de recrear la multitud de sus diferentes pero articuladas significaciones, que la vida adquiere sentido. Todo verdadero conocimiento empieza, en efecto, por la evocación o reminiscencia de un significado cuya plenitud se pretende enlazar; y los significados a su vez cristalizan en un nombre -equivalente a un signo, símbolo, código o marca que siempre sintetiza un aspecto de la realidad cósmica y universal, realidad cuya plenitud (unidad) es Dios o el Ser en Sí Mismo.
El lenguaje, en especial el sagrado, no es sino la articulación ritmada de todas las posibilidades inteligibles de los nombres. Dada la universalidad de las diez sefiroth, la doctrina cabalística les atribuye -además de la de numeraciones- la función y el papel de nombres, vinculados a la identidad y el poder propio de cada aspecto o atributo determinado de la divinidad que ellos expresan; otro tanto ocurre con el importante papel dado a los 99 epítetos sublimes de Allah en la tradición islámica.
En la CÁBALA, los nombres arquetípicos adoptan cosmológicamente un papel polifacético, al ser tanto relaciones o energías vinculantes como vehículos de la creatividad divina. Así se considere indistintamente como: inteligencias, poderes angélicos (constructores y transformadores), ideas-fuerza, proporciones inmutables, etc.; no es por ello casual que la ciencia de los nombres y el arte de su invocación formen parte esencial de la metodología y los rituales iniciáticos de todas las tradiciones. Lo que en el budismo es la recitación salmodiada de los mantras, es el japa en el hinduismo, el dhikr en el islam, la propia oración en todas; en resumen, formas particulares de invocación ritual del nombre divino.
En un sentido menos universal el nombre sigue también revelando, incluso literalmente, la esencia de su portador. Por el nombre el individuo se diferencia de los otros individuos siendo el que es y no otro. Por la forma se identifica, por el contrario, con la especie, de la que es un representante particular. Paralelamente los términos Nama-Rupa (nombre y forma) designan, en el hinduísmo, la esencia y la substancia de todo ser individual: las medidas cosmológicas de su naturaleza específica, o sea aquello mediante lo cual este ser participa simultáneamente -a su nivel- de lo universal (celeste) y lo particular (terrestre); el nombre, en este caso, simboliza la personalidad esencial, por decirlo así, el sí-mismo de este ser que, siendo único e idéntico a la vez al de todo ser, tiene una connotación propiamente universal, mientras que la forma, siendo "específica", se vincula a su individualidad psicosomática particular, condicionada siempre por los límites y leyes del estado de existencia que ocupa dentro de la realidad cósmica.
Sobrepasar, en este sentido, las condiciones del nombre y de la forma, equivale a escapar de las limitaciones propias de la individualidad y de la especie, accediendo a lo informal y supraindividual, o sea a los estados superiores del ser.
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